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Cambios en la Alta Dirección Pública

Se requiere que los altos directivos estén sujetos a convenios de desempeño transparentes, con metas precisas, y que exista una evaluación informada de su gestión.


El Estado chileno está lejos de lograr el nivel de profesionalismo que caracteriza a otras administraciones gubernamentales en países desarrollados. El estatuto administrativo ha protegido históricamente a los funcionarios no directivos, pero sus rigideces incentivaron la incorporación de personas a contrata y honorarios. Como consecuencia de esta situación, apenas un tercio de los empleados del sector público pertenecen a la planta. El resto tiene otras condiciones. En cambio, los funcionarios directivos de primer, segundo e incluso, en algunos casos, de tercer nivel han sido de exclusiva confianza de los gobiernos. Esto llevó a una politización de estos cargos, lo que ha afectado la gestión profesional en la administración pública. En 2003 se intentó poner freno a esta situación creando la Alta Dirección Pública. Se aceptó, sin embargo, que estos puestos siguieran siendo de confianza exclusiva de los gobiernos de turno.

La consecuencia más visible de este fenómeno es que si bien se ha asegurado un filtro técnico en los nombramientos, la rotación de los altos directivos tanto de primer como de segundo nivel ha sido muy elevada. Ello ha sido especialmente notorio en los momentos en que se ha producido alternancia en el poder. En 2010, al asumir Sebastián Piñera la Primera Magistratura, el 62% de los cargos de primer nivel fueron removidos. En el segundo gobierno de Michelle Bachelet, esta proporción alcanzó a 63%. En el caso de la salud, estas rotaciones llegaron al 85%. Es imposible que en estas circunstancias se pueda gestionar adecuadamente el Estado. Además, ello ha desincentivado la postulación de muchas personas al Estado, porque a la larga no es su gestión la que es evaluada, sino su compromiso político.

Para intentar corregir esta anomalía y situar la gestión del Estado en un horizonte de más largo alcance, se legisló para asegurar una mayor estabilidad en estos cargos. Ello se ha hecho principalmente a través de dos vías. Por un lado, ocho meses antes de un cambio de gobierno la administración vigente debe justificar la remoción de un alto directivo y tener el voto favorable de cuatro de cinco miembros del Consejo de la Alta Dirección Pública. Al mismo tiempo, de producirse una vacancia, no se podrán nombrar directivos transitorios y provisionales (esto es cierto en cualquier momento), debiendo ejercer el cargo la persona que la ley establece como subrogante. Por otro lado, un nuevo gobierno durante los primeros seis meses de su gestión también tendrá que justificar la desvinculación y conseguir el acuerdo del Consejo ADP para este propósito.

Este enfoque incrementa la posibilidad de que se avance en instalar una estructura directiva en el sector público que posibilite una mirada de más largo plazo en la gestión pública que la aísle del ciclo político. Además, daría espacio para pensar en un nuevo cuerpo legal que superara la actual estructura dual en el empleo público: por una parte, un grupo excesivamente protegido por el estatuto; por otra, un grupo sin un grado mínimo de protección.

Por supuesto, estos cambios no son suficientes para cumplir este propósito. Se requiere que los altos directivos estén sujetos a convenios de desempeño transparentes, con metas precisas, y que exista una evaluación informada de su gestión realizada por los subsecretarios, que son los jefes administrativos de los ministerios. En esta tarea deben ser asesorados por el Servicio Civil. Ayudaría que una vez definidos los objetivos políticos, que obviamente son responsabilidad de los gobiernos, los altos directivos tuviesen flexibilidad para realizar la gestión de personas y recursos financieros bajo su responsabilidad. Ello obliga a nuevas maneras de pensar el Presupuesto de la Nación. Es evidente, por tanto, que el esfuerzo modernizador no termina con estas iniciativas. De hecho, es un retroceso, a pesar de los avances mencionados, que la ley permita a un nuevo gobierno nombrar hasta 12 altos directivos a voluntad. Ello fortalece la idea de que los altos directivos deben ser de confianza política, lo cual es un error, y el día de mañana seguramente habrá presión para que se aumente este número.